Reproducimos Ćntegramente el texto de la Meditación ante el SantĆsimo Cristo de la Misericordia pronunciada el pasado sĆ”bado 26 de febrero en la Capilla de la Piedad por N.H.D. Carlos Crivell Reyes.
El penitente perdido
Todos me miran, nadie me ve. Camino por las calles de siempre con un cartón en la frente que cuenta los aƱos de nazareno, desde casi la niƱez. La luz se vuelve azul y queda aprisionada para encender los recuerdos, entrando por dos mirillas donde cabe una vida, y se atisba el mundo entero. El antifaz es la muda que hace la piel cada MiĆ©rcoles Santo, donde quedan enmascaradasĀ mis angustias y se irradiaĀ el orgullo que fluyeĀ como un rĆo entre las venas.
Cada paso me acerca, al son de un pulso acelerado, a la infancia, que es la patria de la felicidad, y al cordón umbilical que me une a los ancestros del Arenal. Este se alza impertérrito al paso del tiempo con su persiana verde y los barrotes negros, en la esquina de Pastor y Landero.
Al llegar a la antigua CesterĆa, un azulejo me lleva a Triana, a los aƱos del colegio donde todo era Esperanza. Las correrĆas por San Jacinto, los encuentros con La Estrella y el paso hasta cuatro veces diarias por el antiguo puente de barcas quedan apagados por la saeta que suplica perdón y libertad en el Pópulo, en un lamento carcelario, desde una voz triste y rasgada.
Sigo caminando con paso firme, enhiesto y con los ojos perdidos entre las geometrĆas que dibuja el sol por las losetas de ajedrez blancas y nacaradas. La sombra puntiaguda del capirote se perfila en el suelo y parece querer irse hacia el bullicio del puerto, que es como suena la calle Adriano a la hora en la que se visten los nazarenos, desde La Moneda y el Postigo hasta el mercado de entradores.
El Arenal late por sus costuras, respira por sus fachadas y se vuelve a engrandecer para ser por un dĆa el centro del orbe conocido. El cielo es el mismo que vio a los grandes galeones llegar de AmĆ©rica cargados de oro y plata.
La tierra que yace bajo el pavimento es la misma que pisaron nobles y comerciantes, artistas y gobernantes, carreteros y vendedores, bohemios y gentes de mala fama, por donde un dĆa corrieron los ladronzuelos en busca de una moneda que el hambre saciara.
Las aguas del rĆo son las mismas que empujaron a Sevilla a la cima del mundo entre la pobreza mĆ”s mundana. Opulencia y miseria, orto y ocaso, centro neurĆ”lgico del imperio y monte nauseabundo del malbaratillo donde los muertos por la peste se amontonaban.Ā
En los ojos del antifaz caben cinco siglos de historia del barrio mĆ”s universal. Y antes de llegar al nĆŗmero 24, la brisa me trae el eco de RitorĆ©, el quiosquero de Adriano; de los almacenes Contreras con Juan y Rafael Castro; del ultramarino El Reloj; de Los Ćngeles con Los Vega; de la guarnicionerĆa de angelito; la freidurĆa de Arfe; la venta de vinos Cobiella, en la calle San Diego; el almacĆ©n de hierro El Negro, de los GarcĆa Junco; el bar sevillano; la peluquerĆaĀ de Victorio; o el despacho de cereales de Espinosa, desde donde un prĆncipe contempló la entrada de la cofradĆa asomado a sus balcones.
Son estampas de un pasado oculto en este nuevo escenario, que se descodifica en esta tarde infinita que se repite sin tiempo ni espacio.
Al llegar a la esquina de Pastor y Landero con Adriano, me paro en seco al sentir una descarga de escalofrĆos, y una fuerza magnĆ©tica me obliga a girar la cara.
Y lo veo. Me cuelo entre sus postigos por el cuarto grande, donde viven el Cristo del Amor en una gran moldura de madera, y la Virgen de los Reyes, en una figurita que preside la estancia.
Lo veo. Y sonrĆo al contemplar a dos niƱos con costales de toallas jugando a los pasitos, bajo una caja de cartón, en una tarde cualquiera de primavera. Portan un pequeƱo crucificado que se mueve torpemente a los sones de las marchas procesionales que suenan del viejo radiocasete.
Lo veo. Y acaricio la mano de la abuela que se convirtió en la reina de la casa, afrontando la mayor soledad para regalar un futuro a su familia. Y que un lejano dĆa de 1989 cogió a sus dos nietos de la mano para hacerlos baratilleros. No puedo verlo, pero a su lado hay un seƱor sentado en un sillón, que asoma el ojo tras la crónica taurina en papel de periódico. Y con seriedad decimonónica relata una vida de novela desde CĆ”diz a Sevilla pasando por Mesina. A su lado cuelga una tĆŗnica de ruan negro a la que un aƱo cosió siete escudos distintitosĀ para salir todos los dĆas de la Semana Santa.
Lo veo. Y reposo la barbilla sobre sus barrotes para recrearme ante la inmensidad con nombre de emperador romano donde se dibuja Sevilla entera. El trajĆn de las tardes de cuaresma, las colas en las taquillas de la plaza de toros, los chiquillos imitando grandes faenas con trapos roĆdos y estoques de plĆ”sticos. Vendedores de melones y pregoneros de agua; carretillas de mulas y sombreros de ala ancha; maletillas que buscan la gloria, y figuras que se jugaban su fama en la plaza; cruces de mayo de orfebrerĆa de lata y flamencas que pintaban de lunares las fachadas.Ā Ā
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La vida de un barrio inigualable.
Me sigo asombrando al ver los pasos que vuelven al viejo arrabal navegando entre una marea humana, despuĆ©s de saludar al Baratillo, como el barco que fondea para descansar de una larga travesĆa. AllĆ, parado en esa esquina, aĆŗn sigo contando marchas y Ā«chicotĆ”sĀ» mientras me deslumbra la luz de la Estrella y me hiere el Cachorro en su agonĆa, que parece que se quiere agarrar al ventanal para no morir ni en Sevilla ni en Triana.
Lo veo. Y ahora estoy convencido de que la casa de las moscas ha salido de un relato de GarcĆa MĆ”rquez: como las de Macondo, estĆ” encantada. Porque respiran sus dinteles, porque la puerta me habla y las losetas me atrapan, porque su fachada vibra al estar escrita nuestraĀ historia entre los cristales y azulejos de cerĆ”mica. Y aunque nunca pueda volver a asomarme, siempre estarĆ© agarrado con fuerza a ese balcón del Arenal por donde entran los sueƱos, el amor y la vida.
Antes de seguir hacia la capilla, vuelvo a coger unos Ćŗltimos caramelos en casa de Sofi y Manolita, donde dejo una estampa de la Piedad, que bajo el cristal de una mesita dormirĆ” para toda la eternidad.
Ahora son dos los nazarenos los que se alejan de sus recuerdos e impregnan de distintos azules la tarde que estĆ” a punto de volver a comenzar.
Al llegar a la capilla, ya con el capirote en la mano, mis ojos se pierden entre el fulgor de la plata y la simetrĆa de los bordados, conduciĆ©ndome al punto de fuga de un rostro bello, limpio, apenado, de las antiguas jóvenes del barrio. Sabe mucho de sufrimientos y consuelos al ser Madre de los toreros. Ā”HabrĆ” visto veces el miedo!
Pero ninguno tan feroz como el que sintió cuando clavaron a su hijo en la cruz. Al santiguarme delante del palio, pienso en los cientos de familias y hermanos que han forjado la devoción por la Caridad, y en los muchos que ya estÔn bajo sus trabajaderas para siempre, dÔndole una eterna «chicotÔ» por las calles celestiales.
TrasĀ contemplar el palio, llegaba mi momento junto a la Piedad. Apoyado sobre la madera del portón de la iglesia, observaba un ir y venir de hermanos que rezaban, otros se evadĆan ante la imagen, los mĆ”s jóvenes se recreaban con los detalles, y las tĆŗnicas mĆ”s gastadas que formaban los Ćŗltimos tramos, trataban de contener las emociones desbordadas, que como un tsunami iban inundando todas las partes de sus cuerpos.
El paso de los aƱos amplificaba las voces apagadas, descubrĆa rostros que ya cerraron los ojos y apretaba de nuevo aquellas manos que sirvieronĀ de guĆa y protección para llevarlos ante la Piedad.
Al mirar hacia el frente se postraba ante mĆ el sĆmbolo de mi niƱez. La Ā«PietÔ» de Miguel Ćngel sevillana a la que siempre escoltĆ© con el cirio al cuadril, dentro de este rĆo que es una amalgama de azules, que parece recuperar un antiguo cauce entre los surcos de la ciudad, cuando la luna de parasceve hace subir la marea de la pasión mĆ”s intensa. Los botones rojos orbitan formando constelacionesĀ que brillan en el universoĀ del trazado urbano, como estrellas que trazan el camino.
La niña que nunca crece, tiene mÔs de 70 años. Y otra vez adormece al mismo Niño de Belén, entre los paños. Su fino llanto decrece, al sostener su cuerpo en el regazo. Abrazando al amor que yace inerte, roto y desangrado. Y a pesar del dolor no envejece porque va a anunciar en su paso, que su hijo muerto solo duerme en la tarde del Miércoles Santo. Que su pena no nos ciegue, que no triunfe el engaño, porque la niña que nunca crece, con mÔs de 70 años, en el Arenal solo espera impaciente que su hijo Dios se levante resucitado.
Cuando me disponĆa a salir para la plaza de toros a buscar mi tramo, despuĆ©s de observar una vez mĆ”s la mano caĆda del Cristo sobre el sudario, un nazareno con un antifaz puesto, sin capirote, llamó mi atención al situarse justo al lado, casi rozando su hombro con el mĆo.Ā
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El azul de su tĆŗnica estaba muy gastado, como si perteneciera a otra Ć©poca, y el escudo apenas se sostenĆa entre puntadas de hilos mal engarzadas. Me sorprendieron su delgadez y su pose recta, altiva, con las manos entrelazadas como si de un sacerdote durante la misa se tratara. Sus pies blancos y finos estaban descalzados y el cĆngulo ni siquiera le llegaba a la altura de sus rodillas. Pero lo que de verdad me aceleró el puso fue la fuerza que irradiaban sus ojos, grandes, acaramelados y de una solemnidad extrema.
Su presencia me empezaba a incomodar a la vez que despertaba mi curiosidad. Al dar un paso para irme, una voz firme, cĆ”lida y de tonalidad radiofónica me terminó de paralizar en una capilla donde nadie prestaba atención a aquel penitente aparecido de la nada. Entonces, se dirigió a mĆ.
Penitente:Ā JesĆŗs, nuestro Cristo muerto en los brazos de su madre, nos invita a descubrir siempre que tanto el cuerpo como el alma de nuestros hermanos necesitan de cuidados, y que Dios nos confĆa a cada uno esa custodia atenta.
Narrador:Ā Sus ojos me miraron fijamente, golpeando sus palabras en mi cabeza como el eco que se pierde en las montaƱas. ĀæDe quĆ© me estĆ” hablando? ĀæY quiĆ©n era ese penitente que no se habĆa quitado el antifaz? DudĆ© si volverme, pero habĆa algo que me atrapaba. Volvió a hablarme.
Penitente:Ā Perdona que te haya abordado, pero son tantos los pensamientos que me despierta la imagen del Cristo, que necesitaba compartirlos con alguien, Ā”y quĆ© mejor que hermano antes de hacer nuestra estación de penitencia! Es increĆble que con solo unos golpes de gubia el escultor le insuflara tanta vida, y tanta muerte. Me sigue impactando que su portentosa humildad lo condujeraĀ a un destinoĀ tan cruento.
Pero, aĆŗn asĆ, observa las facciones suaves de su rostro. Retratan una bondad suprema, como la de aquellas monjitas de hĆ”bito marrón que visitan a los enfermos, y a los que conviven con la soledad alejados de un mundo que gira demasiado deprisa para ellos. Ni la lluvia, ni el insoportable calor las detiene en su inmensa tarea de ofrecer un poco de amor a los que estĆ”n maniatados por la enfermedadĀ y la invisibilidad del resto. Como decĆa Santa Ćngela, Dios estĆ” en la calidez de unas manos y en un buen caldo de puchero.
Durante la enfermedad alcanzamos el grado mĆ”ximo de debilidad fĆsica y espiritual, y es en ese momento cuando surgen los hĆ©roes anónimos que, sobrepasando sus atribuciones, regalan algo mĆ”s que humanidad. Lo hemos visto durante la pandemia, en unos hospitales desbordados que solo podĆan contar fallecimientos, y donde la sonrisa de una enfermera era la Ćŗnica receta para aliviar los tormentos. Algunos solo tuvieron las caricias de una desconocida bata verde en los Ćŗltimos momentos, y se fueron con ese consuelo, que despuĆ©s desembocaba en lĆ”grimas de impotencia tras una mascarilla frĆa e inerte.
Narrador: Aquel penitente me tenĆa desconcertado. No entendĆa bien a dónde querĆa llegar, pero seguĆ escuchĆ”ndolo con atención.
Penitente:Ā FĆjate en sus manos. Siempre abiertas y receptivas. Como aquellos que dan cobijo a los que se tienen que refugiar del odio y la sinrazón de la guerra. Es imposible calibrar el miedo y la angustia que provocan las sirenas al anunciar la muerte y la destrucción. Pero el mayor sufrimiento, como siempre, se ceba con loas mĆ”s dĆ©biles. ĀæHas visto las imĆ”genes de miles de personas hacinadas en los tĆŗneles del metro? ĀæO la de esos niƱos encerrados en sótanos, con la infancia rota por el estruendo de los misiles, que apenas entienden lo que estĆ” pasando?
Muchos se juegan su propia vida por acoger a los que viven en mĆ”ximo riesgo, a merced de la violencia armada. Ćngeles que sobrevuelan en un infierno para agitar las conciencias, buscando un escudo que proteja las necesidades bĆ”sicas y el derecho a la inocencia de los mĆ”s pequeƱos. Y recogen alimentos, ropas, medicinas y hasta juguetes que puedenĀ paliar u drama y fabricarĀ un refugio a pesar de la distancia.
Las manos siempre abiertas para abrazar al desahuciado, al peregrino, al rechazado, al incomprendido y a todas las vĆctimasĀ de la barbarie.
Narrador:Ā Un silencio incómodo se habĆa instalado entre nosotros. Ahora, sĆ pensaba en marcharme cuando sus palabras me detuvieron de nuevo.
Penitente:Ā Nuestro Cristo, yacente e inmóvil, tiene mucho que enseƱarnos. Solo hay que saber mirarlo. Unas enseƱanzas como las de aquellos misioneros que dejan atrĆ”s el mal llamado primer mundo para regalar una oportunidad a los que nunca pudieron acceder al conocimiento, ni labrarse un futuro propio sin depender de los demĆ”s. Van plantando y regando las semillas del saber en tierras inhóspitas, para que muchos hombres y mujeres alcancen el respeto y la dignidad. Obras educativas que rescatan de la miseria a miles deĀ jóvenes, que encienden la luz en la oscuridad y consiguenĀ instalar una llama de amor en familias desestructuradas y aniquiladas por la sociedad. Aprenden a ser personas en un mundo que los tenĆa olvidados.
Y no solo en paĆses subdesarrollados, sino en barrios perifĆ©ricosĀ abandonados donde el colegio se convierte, mĆ”s que en un centro de enseƱanza, en una escuela de reinserción en la vida. Compartir el conocimientoĀ es quizĆ” el acto mĆ”s noble que puede hacer un ser humano.
Narrador:Ā Tras estas palabras, lo vi santiguarse ante la Piedad y decidĆ despedirme de este tipo, Ā«tan raroĀ», que ni siquiera se habĆa quitado el antifaz durante la conversación.
Yo: Me tengo que ir. Que tenas una buena estación de penitencia.
Penitente:Ā Igualmente, hermano. Pero, Ā”espera! No quiero que olvides una cosa. La imagen de JesĆŗs en los brazos de MarĆa me enseƱa, sobre todo, a perdonar siempre, incluso al que nos ofende. Parece difĆcil, pero quĆ© sentido tendrĆa hacerlo solo con quien nos trata bien. Setenta veces siete para crecer espiritualmente y superar los sentimientos de venganza y rencor. Eso es el amor.
Narrador:Ā Mis ojos se perdieron y entrĆ© en una especie de sueƱo donde las preguntas se amontonaban. ĀæSerĆa un cura aquel penitente? ĀæQuĆ© nos tenĆa que enseƱar el Cristo? ĀæEstaba descubriendo otro significadoĀ de la Piedad?
Enseguida, me di cuenta de que el tiempo se me estaba echando encima y que debĆa coger el cirio en mi tramo, ya que pronto se abrirĆan las puertas.
Fui a presentarme y darle las gracias a aquel desconocido por aquellas reflexiones, pero al mirar hacia al lado, el penitente ya no estaba.
Me fui pensativo hasta mi lugar en la cofradĆa, escuchando por el altavoz los rezos del director espiritual.
”Otro Miércoles mÔs, y van 33!
Avanzaba con el capirote puesto bajando las escaleras de la plaza de toros y entrando por el almacĆ©n. El sol iluminaba con fuerza la capilla y la alegrĆa del barrio era atronadora. La gran mancha azul del Baratillo ya habĆa tomado las calles.
Al llegar junto al paso de la Piedad, y mirar hacia arriba, lo comprendĆ todo.
Visitar y cuidar a los enfermos, dar posada al refugiado, de comer al hambriento, enseƱar al que no sabe, perdonar al que nos ofende… Eso es la MISERICORDIA.
Me santigüé y en mis adentros le di las gracias a aquel penitente por acercarme aún mÔs al Cristo de la Misericordia, en los brazos de la Piedad.
Ahora, ni pregunto quiƩn era ni lo sigo buscando. Porque lo encuentro y lo vuelvo a escuchar cada tarde de MiƩrcoles Santo, cuando voy con la cruz al hombro, por las calles del Arenal.
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